tres

Fines del mundo. 500 años de la toma de México-Tenochtitlan, guerra generalizada contra los pueblos indios, pandemias, némesis médicas, contraconquistas, contrainvasión zapatista del viejo continente. Ciclos, retornos del tiempo, profecías, deserciones. ¿Cómo señalar que las políticas contra-epidémicas renuevan las fuentes capitalistas del contagio y alientan esas exasperaciones políticas derivadas en toda clase de microfascismos? Algo que no es nuevo: oíamos a Leonardo Sciascia volver a hablar de los rumores y los contagios en la época de la “Columna Infame”. Agamben con razón refiere a la medicina como religión, la crisis de las autonomías, al fin de las universidades. Iván Illich, muerto, tendría que ser leído de nuevo y su Némesis médica interpretada a la luz y en contra del poder epidemiológico y “libertario”. ¿No hay lugar para las utopías? En las comunidades desamparadas mueren los mayores, los sabios, aquellos que gozan de autoridad en sus pueblos, y la gente desconfía de las políticas médicas, con razón en parte, y permanece al margen de esas políticas que no alcanzan a sus pueblos e ignoran sus cuidados, el apoyo mutuo de las comunidades, las tradiciones rituales y las poéticas de sus vidas diarias, destrozadas por las múltiples violencias del capitalismo.

Abajo el capitalismo. Ni Dios ni Amo. Somos cabezas huecas, no sujetos idénticos sino vehículos, intérpretes o diplomáticos chamanísticos, agentes secretos o agenciamientos anónimos y sin rostro, nómadas y en devenir, aunque el “final” nos amenace cercanamente. Anhelamos aquellos devenires-animales, vegetales, inorgánicos, imperceptibles, sustraídos, —“I would prefer not to”— de Melville o Bartleby, esos desertores del mundo occidental.

Nuestro tercer número incluye un fragmento de un gran trabajo, inédito en español, de Fernand Deligny, llamado: Etnia singular —punto de quiebre o alianza, entre el autismo y la vida tribal—. Una singular traducción de El cementerio marino de Paul Valéry, a la luz de la cámara oscura de los crímenes de Ayotzinapa pero sin su fijeza. La iluminadora (si la oscuridad ilumina) traducción de Reynaldo Jiménez de “La oscuridad blanca”, la admirable visión analítica, documental, epifánica sobre el vudú, de la gran Maya Deren. Un ensayo de Irvin Payan Escalante sobre Carl Einstein —autor fundamental—, que nos sitúa no sólo en las fuentes del “arte moderno” sino también de las etnologías y las revoluciones más radicales del siglo XX: la insurrección espartaquista y la revolución española. Einstein habló, recordémoslo, en los funerales de Rosa Luxemburgo, en 1919, y en los de Buenaventura Durruti, en 1936.

Complementa el número un montaje de la cineasta María Kourkouta —autora de Regreso a la calle de Eolo y Espectros recorren Europa, sobre la suerte de los migrantes bloqueados en el campo de Idomeni, en las fronteras entre Grecia y Macedonia y entre el cine documental y el experimental—, realizado por Mariya Nikíforova y Martín Molina a partir de la instalación Remontages de la exposición Sublevaciones, de Didi-Hubermann.

El 13 de agosto de 1521, a la “hora de vísperas”, tras la puesta del sol, a eso de las  6 de la tarde —fecha inscrita en el tiempo, instante sin tiempo—, se “prendió” a Guatemuz en México-Tenochtitlan, de acuerdo con la crónica, poética y radical, de Bernal Díaz. Sobre ese instante escribió la descripción del final —final sin final— como composición sonora y musical, cuya significación más amplia, cuya culminación épica-simbólica, era el silencio:

Prendióse Guatemuz y sus capitanes en 13 de agosto, a hora de vísperas, día de señor san Hipólito, año de 1521, gracias a nuestro señor Jesucristo y a nuestra señora la virgen santa María, su bendita madre, amén. Llovió y tronó y relampagueó aquella noche, y hasta media noche mucho más que otras veces.

Y como se hubo preso Guatemuz, quedamos tan sordos todos los soldados, como si de antes estuviera uno puesto encima de un campanario y tañesen muchas campanas, y en aquel instante que las tañían cesasen de las tañer; y esto digo al propósito, Y esto digo al propósito, porque todos los noventa y tres días que sobre esta ciudad estuvimos, de noche y de día daban tantos gritos y voces e silbos, unos capitanes mexicanos apercibiendo los escuadrones y guerreros que habían de batallar en la calzada, e otros llamando las canoas que habían de guerrear con los bergantines y con nosotros en las puentes, y otros apercibiendo a los que habían de hincar palizadas y abrir y ahondar las calzadas y aberturas y puentes, y en hacer albarradas, y otros en aderezar piedra y vara y flecha, y las mujeres en hacer piedra rolliza para tirar con las hondas; pues, desde los adoratorios y casas malditas de aquellos malditos ídolos, los atambores y cornetas, y el atambor grande y otras bocinas dolorosas, que de continuo no dejaban de se tocar; y desta manera, de noche y de día no dejábamos de tener gran ruido, y tal, que no nos oíamos los unos a los otros; y después de preso el Guatemuz, cesaron las voces y el ruido, y por esta causa he dicho como si de antes estuviéramos en campanario .(Bernal Díaz: CXVI)

La proyección alucinatoria del “primer espectáculo del Teatro de la Crueldad”, que Antonin Artaud esbozó en su Segundo manifiesto —nunca escenificado por él o destinado a una puesta en escena imposible, a excepción de una ópera y una video-instalación recientes: Die Eroberung von Mexico, de Wolfgang Rihm, y La cueva de Artaud, de Xavier Téllez—, cierra este número, precedida de otro proyecto aún más delirante: “Aguirre-Heliogábalo”.

El “fin del mundo de los indios” ya aconteció, como dice Viveiros. Y estamos a la espera. Ya fue profetizado, se han publicado libros que lo anuncian, pero la amenaza latente no desaparecerá. Podemos escuchar a la distancia los ruidos, los sonidos de la desaparición, hacer oídos sordos, o intentar oír lo que en los fondos de la imaginación parecería resonar.

Pero, como en el proyecto de Artaud, se anuncia un sacrificio: la des-entronización de Montezuma, y la “anarquía” —como en ese otro “fin de la Conquista”, la “Rebelión”—.